Más allá de las
montañas de Arramount, bajo los incansables rayos del sol, la silueta de un
varón de mediana edad se erguía a través de una senda colindante al diseminado
bosque de Escobon. Mientras caminaba, lento y pensativo, observaba cómo las
escasas nubes blancas parecían seguir
sus pasos. Su Nirvel también lo
acompañaba sin perderlo de vista, como había hecho desde el día en que las
hadas se lo habían otorgado al nacer. Aunque no podía verlo, dada su irrefutable invisibilidad,
característica original de cualquier Nirvel,
le gustaba convocarlo, notar su presencia y tenerlo cerca. De esta forma se
sentía menos solo.
Aquel hombre
había partido de su afable hogar en busca de respuestas. Y las había
encontrado. Habían sido muchos años de espera, pero por fin sabía que su
búsqueda no había sido en vano. Su empeño y dedicación habían dado sus frutos.
Ahora debía regresar y contar todo lo que había averiguado.
A cada paso
que daba se sentía un poco más agotado. Su marcha empezaba a ser débil y sin
rumbo. Su mente se hallaba sumergida en el mismo pensamiento obsesivo de los
últimos días: compartir aquella información de gran importancia y utilidad.
Pero no podía hacerlo con cualquiera. Debía ser con una persona sabia,
apropiada y entendida en la cuestión, dada la magnitud del hallazgo. En su
fuero interno sabía perfectamente quién era esa persona, pero la anciana
Amanieu se encontraba muy lejos todavía. De todos modos, debía indagar un poco
más en el asunto, y terminar lo que empezaba a ser un descabellado argumento.
Por ende, sabía que poder liberarse de aquel pensamiento era sólo cuestión de
tiempo.
Seguía esforzándose
por caminar y no trastabillar con las piedras del camino. En lo más recóndito
de su retina se desdibujaba aquella pequeña Rosa Negra que había despertado de
su sueño eterno. Oía cómo gozaba florecida en la Tierra Media. Desconocía si
aquella visión traería prosperidad o sombras. Todavía era pronto para saberlo.
La Rosa Negra
había sido erigida por un linaje mágico y ancestral. En verdad era una flor especial, dado que no
necesitaba agua ni sombra, y en su ambicioso y tácito ultimátum sólo aspiraba a
ser encontrada. Así lo citaba la profecía.
El elegido
debería encontrarla y cumplir su cometido antes de que floreciera en todo su
esplendor, evitando que el paso del tiempo y el cansancio de la espera le
hicieran perder hasta el último de sus pétalos negros. Una cuenta atrás en la
que el llamado descendiente de la estirpe debería encontrar el tesoro más
oculto y preciado de esta ralea. Una vez hallado, ya no habría vuelta atrás.
Una nueva guerra se libraría, siendo la libertad el único propósito. Viana, la
dama del lago Yesian, le había transmitido el conocimiento y la sabiduría de
aquellas palabras encantadas. ¿Cómo lo había averiguado la gran dama? Ese
detalle se escapaba a su entendimiento.
De repente el
hombre se detuvo. La brisa del viento rozaba sus mejillas y el pelo sucio y
raído sobre sus hombros ondeaba en el aire. Un débil olor a sudor y polvo llegó
hasta su nariz. No emanaba de él mismo, a pesar de que llevaba muchos días sin
poder darse un buen baño, la urgencia de su misión le había impedido detenerse
demasiado tiempo en alguno de los muchos ríos que había cruzado.
El viento le
trajo de nuevo aquel efluvio. Ahora más próximo, el olor del polvo del camino y
el sudor de la carrera se mezclaban con otro que también reconoció. Entonces
supo que no estaba solo. Su Nirvel se
detuvo a su lado. Los dos observaron su alrededor, percibiendo el dulce cántico
de los pájaros y el roce de las hojas de los árboles al entrechocar unas con
otras. Percibiendo también el hedor del miedo y del agotamiento, cada vez más
cercanos. Definitivamente, interrumpió el pequeño trance en el cual se
encontraba sumergido hacía escasos minutos y abrió todos sus sentidos prestando
la mayor atención posible. Poco a poco fue notando cómo el suelo empezaba a
emitir un pequeño temblor, producido por los cascos de los caballos que se
aproximaban a toda velocidad.
Era el momento
de correr.
Se apresuró a
salir de la calzada arcillosa, y escondido entre unos zarzales esperó
atemorizado la llegada de aquellos jinetes desconocidos. Seguidamente, apoyó su
cabeza sobre las raíces de un árbol adyacente y se echó por encima su capa de
viaje marrón, difuminándose entre el paisaje para no ser visto.
Marc, así
solían llamarle los que le conocían, había emprendido aquel viaje en busca de
respuestas dejando atrás todo lo que más quería, en especial su trabajo con la
compañía de títeres que regentaba con su hermano Albert. Conocía muy bien los
peligros a los que se exponía si todo aquello no salía bien. Su posible no
regreso le provocaba constantes remordimientos, más aún si cabe por su severo
empecinamiento en seguir aferrado a sus ideales. Muchos habían sido los que
habían tratado de convencerle para que no lo hiciera, pero él siempre se había
mantenido firme conservando la esperanza de que algún día regresaría con
respuestas. Y a la sazón, no tendrían más remedio que darle la razón.
Si conseguía
regresar.
El temblor
cada vez se hacía más notable. Si eran súbditos de su majestad no podía
permitirse que lo descubrieran, y menos todavía con la información de la que disponía ahora. Así
pues, entreabrió escasamente su capa y, a través del arbusto, fijó su mirada en
la senda por la cual ya se acercaban los jinetes. Dos iban en cabeza. Pasaron a
toda prisa levantando una gran polvareda. Apenas pudo distinguir a dos
encapuchados, cubiertos con sendas capas de color verde olivo, dando rienda
suelta a sus vivos corceles. Marc los siguió con la mirada y escuchó el silbido
de la lluvia de flechas que los seguía, no alcanzándoles por poco. La distancia
entre sus perseguidores era cada vez más escasa. Fue entonces cuando sus
temores se confirmaron. Estaba ante un peligro inminente, pues ya divisaba el
estandarte de la casa real a lo lejos, seguido de una decena de caballeros
armados a capa y espada.
Finalmente Marc,
asustado pero decidido, concentró sus escasos restos de energía. Sabía de buena
tinta que si utilizaba la magia estaba poniendo en peligro su propia vida, pero
no le quedaba otra opción si quería salvaguardar todo el trabajo realizado
hasta el momento. Su Nirvel y él
debían separarse. Sin más dilación, el hombre transmitió con su mente poco a
poco todos los conocimientos que no podían disiparse en la nada.
—¡Corre! No te demores, deben saberlo cuanto
antes —le dijo.
El Nirvel salió a toda velocidad dejándose
llevar por las corrientes de aire. Era el mensajero perfecto, y también el
último recurso que tenía en caso de que le descubrieran.
De pronto, el
ruido sordo de una flecha al clavarse en un tronco le hizo sobresaltarse. Marc
se encontraba a escasos dos metros de donde había impactado aquel proyectil.
Intentó no moverse, pero notaba cómo las gotas de sudor frío resbalaban por su
sien.
Paulatinamente,
los caballeros de la Mesnada Real fueron pasando uno a uno por el estrecho
camino. Subidos encima de aquellos vivaces corceles, todavía se veían más
fornidos e imponentes. Todos iban
ataviados con sus armaduras y escudos, los cuales, al entrechocar el acero con
las corazas, provocaban sonidos ensordecedores. Marc se tapaba las orejas con
las manos para minimizar los estragos que provocaban esos sonidos en su
interior. Tenía el vello de punta. Llegados a aquel momento, pensó que el
destino de Averyn pendía de un hilo a punto de romperse.
Tardaron
escasos segundos en pasar de largo. Y por fin, cuando todo el peligro parecía
alejarse de su situación, se percató de que los soldados aminoraban la marcha
hasta detenerse a las órdenes de su capitán. No estaban demasiado lejos, por lo
que aún no podía salir de su escondrijo. Esto le dejó algo frustrado.
—¡Dejadlos! Es
inútil. Volvamos al campamento y mandemos las nuevas al Rey —dijo el capitán a
sus subordinados.
—Pero, mi
señor, no los podemos dejar escapar. ¿Y si realmente se trata de ellos?
—Si se trata
de ellos, ten por seguro que lo pagarán muy caro.
El soldado
asintió, cabizbajo, y no insistió más sobre aquel tema. Marc, agazapado bajo su
capa marrón, escuchaba escondido. ¿Quiénes debían ser aquellos individuos
encapuchados enemistados con el Rey? Continuó escuchando, pues habían dado
media vuelta y se acercaban de nuevo a su paso.
—Dos
infortunados elfos exiliados. Eso es lo que son —disertaba entre susurros el
capitán con uno de sus soldados de confianza.
—Estoy de
acurdo con vos, mi señor, aunque sería un verdadero quebradero de cabeza para
su majestad tener que volver a las andadas.
Al oír estas
palabras, el pobre viajero se alegró enormemente, pues ello daba aún mayor
empuje a su tesis y corroboraba la poca información de la que disponía. Su
hermano Albert no se lo iba a creer. Si estaba en lo cierto, si habían
regresado, todavía quedaba alguna esperanza. Todo empezaba a cobrar sentido.
Un fuerte
relincho de uno de los caballos hizo virar al resto, que empezaron a
alborotarse de un lado a otro. Esto alertó a los soldados, que aumentaron su
atención al entorno y la floresta que les rodeaba.
Marc, pues
sabía que habían notado su presencia, se levantó rápidamente saliendo de su
escondite y, sin pensarlo ni un momento, echó a correr entre los árboles sin
rumbo alguno. Dado el alboroto, y a pesar de la rapidez con la que acataba su
emprendedora huida, cuando quiso darse cuenta era demasiado tarde, pues ya era
perseguido por tres caballeros de la corte enemiga.
—¡Coged al
intruso, que no escape! —decía un caballero blandiendo su espada al aire.
Otro sacaba
una flecha de su carcaj real y, colocándola en su arco, apuntaba a la pequeña
figura amilanada que huía despavorida a toda velocidad.
El hombre
amedrentado no veía salida alguna. Estaba atrapado. Se volvió hacia ellos y,
sin pensarlo dos veces, levantó ambos brazos al aire pronunciando en voz alta:
—¡Ahplaack!
Un escudo
protector se iluminó delante de su ser. La flecha envenenada que se dirigía
hacia él se detuvo en seco al entrar en contacto con el escudo, cayendo al
suelo como si se hubiera quedado sin vida. El aura blanquecina que proyectaba
el conjuro mágico lo envolvió todo durante un instante, luego desapareció. Los
sementales apaciguaron la marcha sin más. Los caballeros, estupefactos, se
habían detenido indecisos tras esta gesta. ¿Quién era ese hombre? ¿Acaso era un
brujo o un mago?, pensaron.
—¡Lo quiero
vivo! —gritó el cabecilla desde la lejanía.
Marc era
perfectamente sabedor de que no debía haber hecho eso. Pese a ser su último
recurso, había sido una grave equivocación. Se disponía a darse la vuelta y seguir
corriendo, pero el dispendio de energía había sido involuntario y desmedido,
impidiéndole dar un paso más. De improviso, algo se cernía sobre él y lo
golpeaba. Al instante, una oscuridad inmunda sucumbía en todo su ser, dejándolo
sin sentido.