martes, 1 de marzo de 2011

Capitulo 1. La Llamada de Hertos


PRIMERA PARTE

Aldea de Gualhardet---Dos años atrás

         Las gotas de lluvia tintineaban al chocar contra la madera y las placas de cuerno pulimentado de la ventana. No tardaría mucho en amanecer y el día no parecía muy alentador. Bastian se incorporó sobre el jergón de paja, prendió una vela cercana posada sobre un banquillo plano y se dispuso a vestirse. Medio adormecido, se colocó una camisa blanca de lino, los pantalones de lana y un jubón azul cerrado con cordones.
         Un día más había empezado, muy a su pesar, un nuevo despertar. Poco a poco fue despejándose y tomando el control de sus desorientados movimientos.
         Como la gran mayoría de los campesinos de Gualhardet, el chico, junto a su hermano y su padre, pasaría la mayor parte de la jornada en el campo, trabajando y labrando la tierra. Él,  por suerte y como de costumbre, llevaría a las ovejas, gansos y cabras a pastar en los baldíos comunales en las cercanías de la aldea. No correría la misma suerte su hermano Daeron que, a pesar de custodiar su cosecha propia, tendría que ayudar, junto a su padre y otros aldeanos, a arar, segar y recoger el heno común de aquel lugar. El verano había concluido dando paso a un otoño frío, la cosecha no había sido muy buena y eso era una amenaza de hambre para todos los campesinos de Gualhardet.
         Cuando se hubo vestido, Bastian salió de la habitación, bajó las escaleras y se dirigió a la cocina, allí estaba su madre preparando unas viandas para la dura jornada de trabajo.
         —Buenos días, mamá —saludó con voz ronca.
         —Buenos días, Bastian —le dijo ella—. Sobre la mesa tienes tu cantimplora de cuero. No te olvides de ella.
         Bastian hizo un ademán con la cabeza, recogió el pequeño fardo que su madre le había preparado y salió a un pequeño salón.
         Sin duda era la habitación más grande de la casa. En la parte central, la sala era calentada por una chimenea encajada en la pared. El fuego de leña ardía sobre el muro de piedra y desprendía un humo blanco que salía por un agujero en el tejado.
         Con la luz del amanecer, que ya empezaba a vislumbrarse, el interior de la casa comenzaba a iluminarse por unas pocas ventanas con postigos sin acristalar. En un extremo cerca de la hoguera se hallaba una mesa de caballete. Daeron y Garmon estaban sentados sobre el sólido banco de madera, conversando. Bastian se acercó a la mesa y se sentó junto a su hermano y su padre.
         —Buenos días, padre —los interrumpió, se hizo un hueco entre ambos y le envió una mirada insidiosa y adusta a su hermano Daeron.
         —¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras así?
         —Ayer dejaste todas las herramientas esparcidas por el granero —le reprochó.
         —Pues sí que empezamos bien el día —respondió con sorna su padre.
         —Lo siento, Bas —se excusó su hermano—; anoche estuve vaciando el carro de trigo y habas secas. Tuve que reparar algunos pernos de hierro de la rueda y cuando terminé… estaba agotado.
         —No tienes excusa, Daer. Siempre haces lo mismo.
         —Bueno, ya está bien —se interpuso Garmon antes de que aquella conversación se convirtiera en disputa.
         Daeron era el hermano mayor de Bastian. Había cumplido recientemente los dieciocho. Apenas se llevaban unos pocos años, pero el vello y las facciones de su cara delataban que ya no era un niño. Su larga melena de color castaño oscuro le caía sobre los hombros, y los ojos verdes resaltaban su mirada penetrante y concisa sobre una nariz quebrada de la que nacía una barba poco poblada. Era alto y tosco como su padre, pero habilidoso, virtuoso y de gran corazón. En cambio Bastian, de quince, tenía el cabello dorado y muy claro, y los ojos azules como zafiros. Estaba en plena adolescencia, tenía la piel fina, las mejillas sonrosadas y todavía se hallaba muy lejos de lo que se podría llamar un hombre hecho y derecho.
         —Será mejor que vayas a ordeñar a las ovejas o llegaremos tarde —le advirtió Garmon a su hijo mayor—. Cuando termines recoge las herramientas, carga el carro y ata el caballo a los varales.
         El joven obedeció a su padre, se levantó y se dirigió hacia una puerta entreabierta situada al fondo de aquella estancia. Tras ella, se llegaba a un patio central y un granero donde solían guardar las reservas de grano y otros enseres, además del ganado, animales de labranza, vacas y ovejas necesarios para su subsistencia.
         —Que tengas un buen día, Bas —le dijo intentando suavizar el ambiente hostil que se había creado momentos antes—; nos veremos esta noche a la hora de la cena. —Se despidió y desapareció tras el portal.

         Apenas unos minutos después de que Bastian y Garmon se quedaran solos, una pequeña figura descendió por las escaleras dejando ver su apacible y complaciente rostro al pasar por delante de la lumbre. Era Yvain, la hija menor de Garmon y Melianda, la hermana pequeña de Bastian.
         La niña no tendría más de ocho años. Tenía el pelo rizado, rojo cobrizo, y la tez blanca. Se había despertado al oír la discusión de sus hermanos y su padre en el salón. Como buena hija, había bajado hasta allí para hacerles compañía antes de que marcharan, pues tampoco tenía ya más sueño.
         Melianda, que había terminado con sus tareas en la cocina, se acercó también a ellos y se sentó con Yvain en el banquillo alargado. Llevaba el pelo recogido a falta de un pequeño mechón que le caía a un lado de la cara. Era muy airosa a simple vista, un poco más joven que Garmon, y profería grandes destellos de buena madre. Se dedicaba principalmente a acometer las labores de su hogar, a cuidar de sus hijos y sobre todo a ofrecer la mejor de sus sonrisas a su marido cuando éste llegaba a casa después de un arduo día de trabajo. Pero, aunque todo pareciera perfecto, ese día no las tenía todas consigo. Un pensamiento bruno le rondaba la cabeza desde que se había levantado aquella mañana, y convino oportuno expresarlo en aquel momento.
         —¿Es cierto que Hertos ha reclamado una mayor parte de las ganancias del cultivo? —preguntó a su marido—. En la aldea las mujeres no hablan de otra cosa, la gente está preocupada, el invierno se prevé frío, el trigo todavía está por sembrar y algunas tierras no se han dejado descansar lo suficiente para recobrar fuerzas.
         Garmon bajó la mirada. La pregunta de su esposa le había pillado por sorpresa. Quedó un tanto pensativo y tras unos segundos, por fin, respondió.
         —Así es, querida —confesó consternado—, pero no podemos hacer nada por evitarlo. —Se removió incómodo en su asiento—. Sabes perfectamente que estamos obligados a trabajar para él. —La miró con ojos vidriosos y le dijo con resignación—: No tenemos otro remedio que afanarnos y producir suficientes alimentos para nosotros y para el Rey. Ya sabes cómo funciona esto, mujer —terminó la frase con semblante enervado.
         Bastian y su familia eran simples campesinos, la clase más baja de esta cúspide piramidal, con pocos derechos y escasas propiedades. Gualhardet era una pequeña aldea perteneciente al Reino de Averyn, gobernada por tanto por el Rey Hertos. Sus habitantes solían ser granjeros, gente que cultivaba la tierra y pastoreaba a los animales. Sus casas, graneros y establos se agrupaban en el centro conformando una gran plaza común, mientras que sus campos cultivados, pastos y prados lo rodeaban.
         El Señor de las tierras, así lo llamaban algunos, vivía en una pequeña isla, cercado en un gran castillo de altas murallas, en una ciudad llamada Guisharnaut. Desde allí hacía y deshacía a su antojo. Otorgaba tierras a los nobles y, a cambio, éstos pagaban sus tributos y le prometían ayudarle con soldados en tiempos de guerra.
         —A finales del verano Yvain y yo podemos ayudaros para llevar a cabo la cosecha de cereales —propuso la mujer.
         —Y también podemos almacenar por separado el grano y la paja en el granero —dijo Yvain, que hablaba por primera vez desde que se sentara en la mesa con ellos—. Queremos ayudar —expuso la niña como si aquélla no fuera la primera vez que hablaba de ese tema.
         —Espero que no tenga que ser necesario —espetó Garmon un tanto esquivo.
         Bastian, que seguía el hilo de la conversación manteniéndose al margen, sabía que su padre no estaba pasando por sus mejores momentos; trabajaban duro, pero siempre iban muy justos en todo y, para colmo, Hertos siempre estaba al acecho, con sus nuevas normas y leyes, que encolerizaban más que contentaban a los habitantes del poblado.

         De pronto aquella tertulia se vio interrumpida. El estrépito de los cascos de un caballo y el chirriar de las ruedas del carro hicieron saber a Garmon que su hijo Daeron lo esperaba fuera de la casa ya preparado y listo para partir. Ya había amanecido del todo cuando Garmon se levantó de la mesa y, sin decir nada más, dio un beso a Melianda en la mejilla y rozó con ambas manos las cabezas de Bastian e Yvain, que quedaron un tanto despeinados.
         Después, sin decir nada más, salió por la puerta central. Los tres lo vieron partir con la mirada fija en su espalda, después el silencio reinó a sus anchas en la pequeña estancia.

         Una hora más tarde, cuando Bastian salió de la casa seguido por los animales, ya había dejado de llover, aunque el cielo seguía nublado y gris. Avanzó lento y apático por el camino que le llevaría a los baldíos. A escasos metros de distancia se dio la vuelta y vio cómo su madre y su hermana Yvain, que se hallaban bajo el pórtico de la casa de material frágil y mal construido, le despedían con el brazo ondeante en alto.
         Aún era temprano y las calles de la aldea estaban casi vacías. La casa de Bastian se encontraba en la zona baja de Gualhardet, y para ir a los baldíos tenía que cruzar gran parte del poblado. Las posadas y tabernas empezaban a emitir los primeros sonidos matutinos. Los animales irreflexivos le seguían, y tan pronto como pudo tomó una bocacalle y se desvío por un sendero hacia las afueras. Siguió la senda un poco empinada, y tras una larga caminata llegó a una franja más amplia y llana. Una vez allí, dejó que el ganado campara a sus anchas.
         El ganado se alimentaba principalmente de la hierba que crecía en los prados comunales, unas tierras pantanosas que se dejaban sin cultivar, y del rastrojo de los campos segados. Pese a ello, muchos animales estaban flacos y nervudos.
         El chico, algo cansado tras subir la empinada cuesta, se distanció del rebaño por unos momentos y fue a sentarse bajo un árbol de ramas secas y hojas caídas. Reposando bajo su sombra, contempló el cielo nublado que seguía sin darle una opción al sol. Ensimismado en sus pensamientos, y medio dibujando figuras y diseños con un palito sobre la tierra polvorienta, casi se quedó dormido de nuevo, pero de pronto se sobresaltó al oír unas voces cerca de él. Al instante, se volvió disimuladamente para ver de quién se trataba.
         Tres figuras de mediana estatura, uno de ellos más alto que los otros dos, se acercaban hacia donde él se encontraba. Iban a paso lento, y entablaban una breve discusión. El muchacho rodeó el tronco del árbol ocultándose en la parte opuesta, y apostándose fuera de su campo de visión escuchó atentamente lo que decían. No recordaba haberlos visto por allí nunca, aunque debía tratarse de campesinos de Dalia o algún pueblo cercano a Gualhardet. El más alto de ellos se paró de repente, su rostro mostraba enfado, y le reprochaba algo a su compañero de barba canosa y aparentemente más mayor que él.
         —¡Deja de decir tonterías! ¡Bisbiseos, rumores!, la gran mayoría de las veces son todo puras farsas —le decía irritado.
         —Te estoy diciendo la verdad, que me muera ahora mismo si lo que digo no es cierto, ¡mírame a los ojos si no me crees! —dijo el otro plantándose ante él—. La semana pasada estuve en Esmenota y los mercaderes no hablaban de otra cosa —le respondió empezando a impacientarse.
         El tercer hombre, que se había detenido tras ellos, aprovechaba para pegar un trago de cerveza de su cantimplora. Mirando a ambos, se dirigió hacia el hombre alto secándose los restos de bebida de su boca con el puño de su manga.
         —Orzan tiene razón, yo estuve con él en Esmenota y se lo oímos decir a un vendedor de vasijas de cerámica —aclaró, cerró la cantimplora y prosiguió—. Hertos está moviendo ficha, algo le preocupa, y las nuevas que salen de la fortaleza de Guisharnaut están llegando a rebasar las fronteras del Reino. El peligro le acecha y necesita estar prevenido —sentenció.
         —¿Prevenido, dices? ¿Acaso ya andas borracho, Darya? —le dijo el hombre alto—. ¿Y qué se supone que va a hacer? —le preguntó en tono burlón.           
         Orzan, que ya no aguantaba más la incredulidad de su compañero, intervino.
         —Se dice que está reclutando a multitud de campesinos y nobles de diferentes pueblos y aldeas. Gentío joven, fuerte y preparado para ser alistado en su ejército y profesar bajo su mandato —dijo tan silenciosamente como pudo y de repente se calló, como esperando alguna reacción en el rostro de su compañero.
         —Esto no lo sabemos cierto, Orzan, tan sólo son murmullos de la plebe —concretó Darya corrigiéndolo, pues parecía que su amigo estaba hablando más de la cuenta.
         —A ver si lo entiendo… la cuestión es —resumió el hombre alto—: ¿creéis que está reclutando gente para formar un ejército? ¿De verdad pensáis que puede haber alguien capaz de desafiar y derrotar al gran Rey Hertos? —decretó magnificando la situación.
         —Y si no lo hay, ¿qué razones tiene, pues? —aventuró Orzan.
         El sonido de una rama seca al quebrarse hizo callar a los hombres, que desviaron su atención hacia el grueso árbol que tenían más cerca.  «Qué inoportuno que había sido» pensó Bastian, que sabía que los viajeros se habían percatado de su presencia. Sin más remedio ni dilación se desperezó y se levantó bostezando. Con todas sus mejores dotes de actor de troupe y su mejor intención interpretativa, se incorporó simulando haber tenido un dulce sueño a la sombra de aquel árbol, totalmente ausente de lo que allí se había dicho y escuchado.
         Como el chico suponía y era de esperar, los tres individuos dejaron de hablar de aquel tema, desviaron su ruta y siguieron su camino.
         Cuando apenas las siluetas de los hombres habían desaparecido en la lejanía, Bastian se alejó bordeando el prado y guió a los torpes animales por una travesía aún más pedregosa hasta llegar a una explanada situada en el altillo de un montículo, donde se detuvo a observar el paisaje lleno de hermosura y pensar en lo que había escuchado de la voz de aquellos hombres en los baldíos.
         Desde allí podía contemplar todo Gualhardet y el río Durmin a su paso por la aldea, del cual se abastecían los campesinos. Cerca de él y alrededor de todo lo que contemplaba, una cadena montañosa los envolvía creando una especie de marmita cerrada, en la cual moraban sus habitantes. Se sentó sobre un peñasco y desenvolvió el fardo que le había preparado su madre, se acomodó y compaginó la comida con pequeños tragos pausados de su cantimplora. Allí pasó gran parte de la mañana, y por la tarde dio un pequeño paseo bordeando la falda posterior, menos accidentada.

         A última hora el chico seguía andando ensimismado, con los ojos perdidos. No podía sacar de su mente aquella extraña conversación entre los tres hombres. ¿Sería cierto que Hertos se traía algo entre manos?, ¿para qué querría reclutar un ejército?, ¿acaso pensaba presentar batalla a alguien?, ¿a quién?
         De pronto salió de su ofuscación y levantó su vista al frente,  le pareció ver a lo lejos una humilde polvareda que se elevaba en el horizonte y se abría paso a través de las lomas al sur. Cuatro jinetes se acercaban hacia la aldea, aunque no conseguía distinguirlos bien dada su lejanía. Los cuatro cabalgaban a gran velocidad, aminorando el paso cuanto más se acercaban. Una vez hubieron cruzado el puente sobre el río Durmin rebasaron el portal y se adentraron en la ciudadela. Después ya no vio más.
         Tampoco quiso darle demasiada importancia, pues seguramente debía ser alguna pesquisa rutinaria dictaminada por Hertos, a la que ya todos estaban acostumbrados, y la cual esgrimía un par de veces por semana para comprobar que todo estuviera en orden y en perfecto estado. Sin más, volvió a su encrucijada mental, y el tiempo le pasó tan rápido que cuando quiso darse cuenta era hora de volver a casa para la cena. Reunió a todo el ganado, dispersado y un poco descuidado, y emprendió el camino de regreso.

         Cuando Bastian y su rebaño se adentraron en la aldea de Gualhardet, se apresuraron, giraron por un camino trasero y accedieron a la calle principal. Ya estaba anocheciendo y tenía que darse prisa, puesto que por orden del Rey estaba terminantemente prohibido cruzar con carros o ganado la calle principal después de la puesta del sol. Incontables eran las leyes promovidas por los reglamentos de las asambleas celebradas bajo mención de Hertos, muchas de ellas absurdas y fuera de lugar. Aceleró el paso, y pronto divisó el humo espeso y blanquecino naciente de la chimenea de su morada. Condujo a los animales por la parte trasera y accedió por un corralillo al patio interior, entreabrió la cerca y fue dejando entrar la manada a la vez fatigada y complacida. A un lado yacía el carro inclinado sobre los varales, por lo que supo que  Daeron y Garmon ya habían llegado.
         Para cuando terminó todas sus tareas y se aseguró de que todo quedaba en orden ya había anochecido del todo. Por la puerta entreabierta del patio que daba al salón emergía el tenue resplandor de la luz de las velas, y un dulce aroma a sopa de guisantes y alubias que le hizo despertar el apetito.
         Cuando Bastian asomó bajo el pórtico de madera Garmon ya estaba sentado a la mesa. Daeron echaba unos troncos de leña seca en la hoguera e Yvain preparaba los cubiertos.
         —¡Ya estoy en casa!
         —La cena está casi lista —anunció la pequeña—. Vosotros dos, venid y ayudad a mamá a servir la cena —inquirió mirando de soslayo a sus dos hermanos.
         Aunque Yvain era la pequeña de la casa, era una niña muy responsable y ayudaba mucho a su madre en las tareas del hogar. Los dos hermanos entraron en la cocina mientras Yvain terminaba de servir los cubiertos a su padre.
         —¿Has dado de comer hoy a las gallinas, hija?
         —Sí, padre —le respondió mientras le pasaba la jarra de cerveza y repartía sobre la mesa los cangilones de cuero.
         Al instante aparecieron Bastian y Daeron con unas escudillas de madera que exhalaban gran cantidad de vapor proveniente de una sopa perceptiblemente caliente y rica en especias.
         Una vez la mesa estuvo surtida, Melianda puso la guinda sirviendo una bandeja de estaño repleta de carne asada, que colocó en el centro de la mesa. Tomó asiento junto a ellos y se dispusieron a cenar antes de que todo aquel manjar se enfriara.
         —¿Fuiste a los baldíos Basty? —le preguntó Garmon a Bastian.
         —Sí, padre, y no os lo vais a creer… —comentó entusiasmado.
         Les contó lo acontecido en los campos comunales y lo que había escuchado hablar a aquellos tres hombres. Siguieron comiendo, escuchando atentos su historia, sin interrumpirlo ni una sola vez. Aquella anécdota se alargó varios minutos y resultó tan interesante que no dijeron nada hasta que terminó.
         —¿Creéis que tiene algo que ver con la mayor parte de ganancias demandada por Hertos? —inquirió Yvain.
         —¿Y para qué querría más, o es que no tiene suficiente con lo que ya aportamos? —replicó Daeron.
         —Yo lo he estado cavilando durante todo el día, quizás Yvain tenga algo de razón —sugirió Bastian, que cada vez lo veía más claro—; seguro que es para alimentar a sus soldados, al ejército que pretende instaurar tras las murallas de Guisharnaut.
         —No existe tal ejército, y dejad de decir estupideces —decía Garmon mientras cogía un mendrugo de pan y lo cortaba en rebanadas.
         —Es una razonable hipótesis, aunque piénsalo bien, Bas… es un poco fantasiosa —ironizó Daeron.
         —Pero es verdad, padre, puede que aquel hombre tuviera razón, y si…
         —¡Ya está bien! —gritó Garmon irritado—, ¿es que no hay otra cosa de la que hablar?
Melianda observaba la escena, mirando a su marido y sus hijos sin articular palabra. Sentía que un gran dolor le comprimía el pecho y apenas la dejaba respirar. Sabía que las palabras de Bastian acarreaban alguna verdad.
         —Y a ti, ¿se puede saber qué te ocurre? —preguntó su marido—. ¿Se te ha comido la lengua el gato o es que no piensas decir nada al respecto?
         De repente Melianda se levantó de la mesa y se marchó del salón sin haberse terminado la cena. Yvain se incorporó para ir tras ella, pero Daeron la cogió del brazo y volvió a caer sentada sobre el banquillo de madera. Nadie sabía con certeza el motivo de la ausencia de su madre, ni el porqué de la mala reacción de Garmon. Fue entonces cuando Bastian se sintió culpable por haber conducido la charla hasta tal extremo.
         Por su culpa, pensó, el silencio había marcado el resto de la cena.

         Minutos después, cuando ya habían terminado de cenar y recogían los restos, sin previo aviso Melianda reapareció entre los suyos con lágrimas en los ojos y con algo entre las manos. Se acercó hasta donde se encontraba su hijo Daeron y, tendiéndole la mano, le ofreció un pergamino sellado.
         —¿Qué significa todo esto? —gruñó Garmon sin entender.
         —Puede que Bastian tenga razón —concluyó ella—; la verdad, no había pensado en esa posibilidad.
         —¿De qué demonios estás hablando?
         —¿Esto es para mí? —preguntó Daeron sorprendido y a la vez asustado.
         Bastian observaba con recelo a su hermano, ¿qué era aquello que le había entregado su madre? Yvain y él lo miraban atónitos.
         —Este mediodía han venido tres centinelas y un mensajero del Rey —se apresuró a decir Melianda— y me han pedido que le hiciera entrega de esto a Daeron, hijo de Garmon.
         —¿Y a qué esperabas para decírmelo? —Garmon parecía enfadado y a la vez confundido—. ¡Tenías que habérmelo confiado! —gritó mientras abandonaba la mesa, y comenzó a moverse de un lado a otro de la pequeña estancia.
         A la mente de Bastian venían las imágenes de los cuatro jinetes que recordaba haber visto esa misma mañana desde el peñasco. No era una visita rutinaria, era una orden con destino premeditado.
         Daeron desgarró el sello real y desenrolló el pergamino.
         Los cuatro permanecieron erguidos y atentos contemplando sus gestos mientras éste leía la carta. Sus padres se acercaron a él. Melianda, con su pañuelo empapado en lágrimas y no pudiendo reprimirse más, se abrazó a Garmon, que parecía tambalearse.        Cuando Daeron hubo terminado, miró a los presentes y, sin apenas moverse ni parpadear, dijo:
         —Partiré en siete días.