PRIMERA PARTE
Aldea de
Gualhardet---Dos años atrás
Las gotas de lluvia tintineaban al chocar contra la madera y
las placas de cuerno pulimentado de la ventana. No tardaría mucho en amanecer y
el día no parecía muy alentador. Bastian se incorporó sobre el jergón de paja,
prendió una vela cercana posada sobre un banquillo plano y se dispuso a
vestirse. Medio adormecido, se colocó una camisa blanca de lino, los pantalones
de lana y un jubón azul cerrado con cordones.
Un día más había empezado, muy a su
pesar, un nuevo despertar. Poco a poco fue despejándose y tomando el control de
sus desorientados movimientos.
Como la gran mayoría de los campesinos
de Gualhardet, el chico, junto a su hermano y su padre, pasaría la mayor parte de
la jornada en el campo, trabajando y labrando la tierra. Él, por suerte y como de costumbre, llevaría a
las ovejas, gansos y cabras a pastar en los baldíos comunales en las cercanías
de la aldea. No correría la misma suerte su hermano Daeron que, a pesar de
custodiar su cosecha propia, tendría que ayudar, junto a su padre y otros
aldeanos, a arar, segar y recoger el heno común de aquel lugar. El verano había
concluido dando paso a un otoño frío, la cosecha no había sido muy buena y eso
era una amenaza de hambre para todos los campesinos de Gualhardet.
Cuando se hubo vestido, Bastian salió
de la habitación, bajó las escaleras y se dirigió a la cocina, allí estaba su
madre preparando unas viandas para la dura jornada de trabajo.
—Buenos días, mamá —saludó con voz
ronca.
—Buenos días, Bastian —le dijo ella—.
Sobre la mesa tienes tu cantimplora de cuero. No te olvides de ella.
Bastian hizo un ademán con la cabeza,
recogió el pequeño fardo que su madre le había preparado y salió a un pequeño
salón.
Sin duda era la habitación más grande
de la casa. En la parte central, la sala era calentada por una chimenea
encajada en la pared. El fuego de leña ardía sobre el muro de piedra y
desprendía un humo blanco que salía por un agujero en el tejado.
Con la luz del amanecer, que ya
empezaba a vislumbrarse, el interior de la casa comenzaba a iluminarse por unas
pocas ventanas con postigos sin acristalar. En un extremo cerca de la hoguera
se hallaba una mesa de caballete. Daeron y Garmon estaban sentados sobre el sólido
banco de madera, conversando. Bastian se acercó a la mesa y se sentó junto a su
hermano y su padre.
—Buenos días, padre —los interrumpió,
se hizo un hueco entre ambos y le envió una mirada insidiosa y adusta a su
hermano Daeron.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué me miras así?
—Ayer dejaste todas las herramientas
esparcidas por el granero —le reprochó.
—Pues sí que empezamos bien el día
—respondió con sorna su padre.
—Lo siento, Bas —se excusó su hermano—; anoche estuve vaciando el carro de
trigo y habas secas. Tuve que reparar algunos pernos de hierro de la rueda y
cuando terminé… estaba agotado.
—No tienes excusa, Daer. Siempre haces
lo mismo.
—Bueno, ya está bien —se interpuso
Garmon antes de que aquella conversación se convirtiera en disputa.
Daeron era el hermano mayor de Bastian.
Había cumplido recientemente los dieciocho. Apenas se llevaban unos pocos años,
pero el vello y las facciones de su cara delataban que ya no era un niño. Su
larga melena de color castaño oscuro le caía
sobre los hombros, y los ojos verdes resaltaban su mirada penetrante y concisa
sobre una nariz quebrada de la que nacía una barba poco poblada. Era alto y
tosco como su padre, pero habilidoso, virtuoso y de gran corazón. En cambio
Bastian, de quince, tenía el cabello dorado y muy claro, y los ojos azules como
zafiros. Estaba en plena adolescencia, tenía la piel fina, las mejillas
sonrosadas y todavía se hallaba muy lejos de lo que se podría llamar un hombre
hecho y derecho.
—Será mejor que vayas a ordeñar a las
ovejas o llegaremos tarde —le advirtió Garmon a su hijo mayor—. Cuando termines
recoge las herramientas, carga el carro y ata el caballo a los varales.
El joven obedeció a su padre, se
levantó y se dirigió hacia una puerta entreabierta situada al fondo de aquella
estancia. Tras ella, se llegaba a un patio central y un granero donde solían
guardar las reservas de grano y otros enseres, además del ganado, animales de
labranza, vacas y ovejas necesarios para su subsistencia.
—Que tengas un buen día, Bas —le dijo
intentando suavizar el ambiente hostil que se había creado momentos antes—; nos
veremos esta noche a la hora de la cena. —Se despidió y desapareció tras el
portal.
Apenas unos minutos después de que
Bastian y Garmon se quedaran solos, una pequeña figura descendió por las
escaleras dejando ver su apacible y complaciente rostro al pasar por delante de
la lumbre. Era Yvain, la hija menor de Garmon y Melianda, la hermana pequeña de
Bastian.
La niña no tendría más de ocho años.
Tenía el pelo rizado, rojo cobrizo, y la tez blanca. Se había despertado al oír
la discusión de sus hermanos y su padre en el salón. Como buena hija, había
bajado hasta allí para hacerles compañía antes de que marcharan, pues tampoco
tenía ya más sueño.
Melianda, que había terminado con sus
tareas en la cocina, se acercó también a ellos y se sentó con Yvain en el
banquillo alargado. Llevaba el pelo recogido a falta de un pequeño mechón que
le caía a un lado de la cara. Era muy airosa a simple vista, un poco más joven
que Garmon, y profería grandes destellos de buena madre. Se dedicaba
principalmente a acometer las labores de su hogar, a cuidar de sus hijos y
sobre todo a ofrecer la mejor de sus sonrisas a su marido cuando éste llegaba a
casa después de un arduo día de trabajo. Pero, aunque todo pareciera perfecto,
ese día no las tenía todas consigo. Un pensamiento bruno le rondaba la cabeza
desde que se había levantado aquella mañana, y convino oportuno expresarlo en
aquel momento.
—¿Es cierto que Hertos ha reclamado una
mayor parte de las ganancias del cultivo? —preguntó a su marido—. En la aldea
las mujeres no hablan de otra cosa, la gente está preocupada, el invierno se
prevé frío, el trigo todavía está por sembrar y algunas tierras no se han
dejado descansar lo suficiente para recobrar fuerzas.
Garmon bajó la mirada. La pregunta de
su esposa le había pillado por sorpresa. Quedó un tanto pensativo y tras unos
segundos, por fin, respondió.
—Así es, querida —confesó consternado—,
pero no podemos hacer nada por evitarlo. —Se removió incómodo en su asiento—.
Sabes perfectamente que estamos obligados a trabajar para él. —La miró con ojos
vidriosos y le dijo con resignación—: No tenemos otro remedio que afanarnos y
producir suficientes alimentos para nosotros y para el Rey. Ya sabes cómo
funciona esto, mujer —terminó la frase con semblante enervado.
Bastian y su familia eran simples
campesinos, la clase más baja de esta cúspide piramidal, con pocos derechos y
escasas propiedades. Gualhardet era una pequeña aldea perteneciente al Reino de
Averyn, gobernada por tanto por el Rey Hertos. Sus habitantes solían ser
granjeros, gente que cultivaba la tierra y pastoreaba a los animales. Sus
casas, graneros y establos se agrupaban en el centro conformando una gran plaza
común, mientras que sus campos cultivados, pastos y prados lo rodeaban.
El Señor de las tierras, así lo
llamaban algunos, vivía en una pequeña isla, cercado en un gran castillo de
altas murallas, en una ciudad llamada Guisharnaut. Desde allí hacía y deshacía
a su antojo. Otorgaba tierras a los nobles y, a cambio, éstos pagaban sus
tributos y le prometían ayudarle con soldados en tiempos de guerra.
—A finales del verano Yvain y yo
podemos ayudaros para llevar a cabo la cosecha de cereales —propuso la mujer.
—Y también podemos almacenar por separado
el grano y la paja en el granero —dijo Yvain, que hablaba por primera vez desde
que se sentara en la mesa con ellos—. Queremos ayudar —expuso la niña como si
aquélla no fuera la primera vez que hablaba de ese tema.
—Espero que no tenga que ser necesario
—espetó Garmon un tanto esquivo.
Bastian, que seguía el hilo de la
conversación manteniéndose al margen, sabía que su padre no estaba pasando por
sus mejores momentos; trabajaban duro, pero siempre iban muy justos en todo y,
para colmo, Hertos siempre estaba al acecho, con sus nuevas normas y leyes, que
encolerizaban más que contentaban a los habitantes del poblado.
De pronto aquella tertulia se vio
interrumpida. El estrépito de los cascos de un caballo y el chirriar de las
ruedas del carro hicieron saber a Garmon que su hijo Daeron lo esperaba fuera
de la casa ya preparado y listo para partir. Ya había amanecido del todo cuando
Garmon se levantó de la mesa y, sin decir nada más, dio un beso a Melianda en
la mejilla y rozó con ambas manos las cabezas de Bastian e Yvain, que quedaron
un tanto despeinados.
Después, sin decir nada más, salió por
la puerta central. Los tres lo vieron partir con la mirada fija en su espalda,
después el silencio reinó a sus anchas en la pequeña estancia.
Una hora más tarde, cuando Bastian
salió de la casa seguido por los animales, ya había dejado de llover, aunque el
cielo seguía nublado y gris. Avanzó lento y apático por el camino que le
llevaría a los baldíos. A escasos metros de distancia se dio la vuelta y vio
cómo su madre y su hermana Yvain, que se hallaban bajo el pórtico de la casa de
material frágil y mal construido, le despedían con el brazo ondeante en alto.
Aún era temprano y las calles de la
aldea estaban casi vacías. La casa de Bastian se encontraba en la zona baja de
Gualhardet, y para ir a los baldíos tenía que cruzar gran parte del poblado.
Las posadas y tabernas empezaban a emitir los primeros sonidos matutinos. Los
animales irreflexivos le seguían, y tan pronto como pudo tomó una bocacalle y
se desvío por un sendero hacia las afueras. Siguió la senda un poco empinada, y
tras una larga caminata llegó a una franja más amplia y llana. Una vez allí,
dejó que el ganado campara a sus anchas.
El
ganado se alimentaba principalmente de la
hierba que crecía en los prados comunales, unas tierras pantanosas que se
dejaban sin cultivar, y del rastrojo de los campos segados. Pese a ello, muchos
animales estaban flacos y nervudos.
El chico, algo cansado tras subir la
empinada cuesta, se distanció del rebaño por unos momentos y fue a sentarse
bajo un árbol de ramas secas y hojas caídas. Reposando bajo su sombra,
contempló el cielo nublado que seguía sin darle una opción al sol. Ensimismado
en sus pensamientos, y medio dibujando figuras y diseños con un palito sobre la
tierra polvorienta, casi se quedó dormido de nuevo, pero de pronto se
sobresaltó al oír unas voces cerca de él. Al instante, se volvió
disimuladamente para ver de quién se trataba.
Tres figuras de mediana estatura, uno
de ellos más alto que los otros dos, se acercaban hacia donde él se encontraba.
Iban a paso lento, y entablaban una breve discusión. El muchacho rodeó el
tronco del árbol ocultándose en la parte opuesta, y apostándose fuera de su
campo de visión escuchó atentamente lo que decían. No recordaba haberlos visto
por allí nunca, aunque debía tratarse de campesinos de Dalia o algún pueblo
cercano a Gualhardet. El más alto de ellos se paró de repente, su rostro
mostraba enfado, y le reprochaba algo a su compañero de barba canosa y
aparentemente más mayor que él.
—¡Deja de decir tonterías! ¡Bisbiseos,
rumores!, la gran mayoría de las veces son todo puras farsas —le decía
irritado.
—Te estoy diciendo la verdad, que me
muera ahora mismo si lo que digo no es cierto, ¡mírame a los ojos si no me
crees! —dijo el otro plantándose ante él—.
La semana pasada estuve en Esmenota y los mercaderes no hablaban de otra cosa
—le respondió empezando a impacientarse.
El tercer hombre, que se había detenido
tras ellos, aprovechaba para pegar un trago de cerveza de su cantimplora.
Mirando a ambos, se dirigió hacia el hombre alto secándose los restos de bebida
de su boca con el puño de su manga.
—Orzan tiene razón, yo estuve con él en
Esmenota y se lo oímos decir a un vendedor de vasijas de cerámica —aclaró,
cerró la cantimplora y prosiguió—. Hertos está moviendo ficha, algo le
preocupa, y las nuevas que salen de la fortaleza de Guisharnaut están llegando
a rebasar las fronteras del Reino. El peligro le acecha y necesita estar
prevenido —sentenció.
—¿Prevenido, dices? ¿Acaso ya andas
borracho, Darya? —le dijo el hombre alto—. ¿Y qué se supone que va a hacer? —le
preguntó en tono burlón.
Orzan, que ya no aguantaba más la
incredulidad de su compañero, intervino.
—Se dice que está reclutando a multitud
de campesinos y nobles de diferentes pueblos y aldeas. Gentío joven, fuerte y
preparado para ser alistado en su ejército y profesar bajo su mandato —dijo tan
silenciosamente como pudo y de repente se calló, como esperando alguna reacción
en el rostro de su compañero.
—Esto no lo sabemos cierto, Orzan, tan
sólo son murmullos de la plebe —concretó Darya corrigiéndolo, pues parecía que
su amigo estaba hablando más de la cuenta.
—A ver si lo entiendo… la cuestión es
—resumió el hombre alto—: ¿creéis que está
reclutando gente para formar un ejército? ¿De verdad pensáis que puede haber
alguien capaz de desafiar y derrotar al gran Rey Hertos? —decretó magnificando
la situación.
—Y si no lo hay, ¿qué razones tiene,
pues? —aventuró Orzan.
El sonido de una rama seca al quebrarse
hizo callar a los hombres, que desviaron su atención hacia el grueso árbol que
tenían más cerca. «Qué inoportuno que
había sido» pensó Bastian, que sabía que los viajeros se habían percatado de su
presencia. Sin más remedio ni dilación se desperezó y se levantó bostezando.
Con todas sus mejores dotes de actor de troupe y su mejor intención
interpretativa, se incorporó simulando haber tenido un dulce sueño a la sombra
de aquel árbol, totalmente ausente de lo que allí se había dicho y escuchado.
Como el chico suponía y era de esperar,
los tres individuos dejaron de hablar de aquel tema, desviaron su ruta y
siguieron su camino.
Cuando apenas las siluetas de los
hombres habían desaparecido en la lejanía, Bastian se alejó bordeando el prado
y guió a los torpes animales por una travesía aún más pedregosa hasta llegar a
una explanada situada en el altillo de un montículo, donde se detuvo a observar
el paisaje lleno de hermosura y pensar en lo que había escuchado de la voz de
aquellos hombres en los baldíos.
Desde allí podía contemplar todo
Gualhardet y el río Durmin a su paso por la aldea, del cual se abastecían los
campesinos. Cerca de él y alrededor de todo lo que contemplaba, una cadena
montañosa los envolvía creando una especie de marmita cerrada, en la cual moraban
sus habitantes. Se sentó sobre un peñasco y desenvolvió el fardo que le había
preparado su madre, se acomodó y compaginó la comida con pequeños tragos
pausados de su cantimplora. Allí pasó gran parte de la mañana, y por la tarde
dio un pequeño paseo bordeando la falda posterior, menos accidentada.
A última hora el chico seguía andando
ensimismado, con los ojos perdidos. No podía sacar de su mente aquella extraña
conversación entre los tres hombres. ¿Sería cierto que Hertos se traía algo
entre manos?, ¿para qué querría reclutar un ejército?, ¿acaso pensaba presentar
batalla a alguien?, ¿a quién?
De pronto salió de su ofuscación y
levantó su vista al frente, le pareció
ver a lo lejos una humilde polvareda que se elevaba en el horizonte y se abría
paso a través de las lomas al sur. Cuatro jinetes se acercaban hacia la aldea,
aunque no conseguía distinguirlos bien dada su lejanía. Los cuatro cabalgaban a
gran velocidad, aminorando el paso cuanto más se acercaban. Una vez hubieron
cruzado el puente sobre el río Durmin rebasaron el portal y se adentraron en la
ciudadela. Después ya no vio más.
Tampoco quiso darle demasiada
importancia, pues seguramente debía ser alguna pesquisa rutinaria dictaminada
por Hertos, a la que ya todos estaban acostumbrados, y la cual esgrimía un par
de veces por semana para comprobar que todo estuviera en orden y en perfecto
estado. Sin más, volvió a su encrucijada mental, y el tiempo le pasó tan rápido
que cuando quiso darse cuenta era hora de volver a casa para la cena. Reunió a
todo el ganado, dispersado y un poco descuidado, y emprendió el camino de
regreso.
Cuando Bastian y su rebaño se
adentraron en la aldea de Gualhardet, se apresuraron, giraron por un camino
trasero y accedieron a la calle principal. Ya estaba anocheciendo y tenía que
darse prisa, puesto que por orden del Rey estaba terminantemente prohibido
cruzar con carros o ganado la calle principal después de la puesta del sol.
Incontables eran las leyes promovidas por los reglamentos de las asambleas
celebradas bajo mención de Hertos, muchas de ellas absurdas y fuera de lugar.
Aceleró el paso, y pronto divisó el humo espeso y blanquecino naciente de la
chimenea de su morada. Condujo a los animales por la parte trasera y accedió
por un corralillo al patio interior, entreabrió la cerca y fue dejando entrar
la manada a la vez fatigada y complacida. A un lado yacía el carro inclinado
sobre los varales, por lo que supo que
Daeron y Garmon ya habían llegado.
Para cuando terminó todas sus tareas y
se aseguró de que todo quedaba en orden ya había anochecido del todo. Por la
puerta entreabierta del patio que daba al salón emergía el tenue resplandor de
la luz de las velas, y un dulce aroma a sopa de guisantes y alubias que le hizo
despertar el apetito.
Cuando Bastian asomó bajo el pórtico de
madera Garmon ya estaba sentado a la mesa. Daeron echaba unos troncos de leña
seca en la hoguera e Yvain preparaba los cubiertos.
—¡Ya estoy en casa!
—La cena está casi lista —anunció la
pequeña—. Vosotros dos, venid y ayudad a mamá a servir la cena —inquirió
mirando de soslayo a sus dos hermanos.
Aunque Yvain era la pequeña de la casa,
era una niña muy responsable y ayudaba mucho a su madre en las tareas del
hogar. Los dos hermanos entraron en la cocina mientras Yvain terminaba de
servir los cubiertos a su padre.
—¿Has dado de comer hoy a las gallinas,
hija?
—Sí, padre —le respondió mientras le
pasaba la jarra de cerveza y repartía sobre la mesa los cangilones de cuero.
Al instante aparecieron Bastian y
Daeron con unas escudillas de madera que exhalaban gran cantidad de vapor
proveniente de una sopa perceptiblemente caliente y rica en especias.
Una vez la mesa estuvo surtida, Melianda puso la guinda sirviendo una bandeja de
estaño repleta de carne asada, que colocó en el centro de la mesa. Tomó asiento
junto a ellos y se dispusieron a cenar antes de que todo aquel manjar se
enfriara.
—¿Fuiste a los baldíos Basty? —le
preguntó Garmon a Bastian.
—Sí, padre, y no os lo vais a creer…
—comentó entusiasmado.
Les contó lo acontecido en los campos
comunales y lo que había escuchado hablar a aquellos tres hombres. Siguieron
comiendo, escuchando atentos su historia, sin interrumpirlo ni una sola vez.
Aquella anécdota se alargó varios minutos y resultó tan interesante que no
dijeron nada hasta que terminó.
—¿Creéis que tiene algo que ver con la
mayor parte de ganancias demandada por Hertos? —inquirió Yvain.
—¿Y para qué querría más, o es que no
tiene suficiente con lo que ya aportamos? —replicó Daeron.
—Yo lo he estado cavilando durante todo
el día, quizás Yvain tenga algo de razón —sugirió Bastian, que cada vez lo veía
más claro—; seguro que es para alimentar a sus soldados, al ejército que
pretende instaurar tras las murallas de Guisharnaut.
—No existe tal ejército, y dejad de decir
estupideces —decía Garmon mientras cogía un mendrugo de pan y lo cortaba en
rebanadas.
—Es una razonable hipótesis, aunque
piénsalo bien, Bas… es un poco fantasiosa —ironizó Daeron.
—Pero es verdad, padre, puede que aquel
hombre tuviera razón, y si…
—¡Ya está bien! —gritó Garmon
irritado—, ¿es que no hay otra cosa de la que hablar?
Melianda observaba la escena, mirando a su marido y sus
hijos sin articular palabra. Sentía que un gran dolor le comprimía el pecho y
apenas la dejaba respirar. Sabía que las palabras de Bastian acarreaban alguna
verdad.
—Y a ti, ¿se puede saber qué te ocurre?
—preguntó su marido—. ¿Se te ha comido la lengua el gato o es que no piensas
decir nada al respecto?
De repente Melianda se levantó de la
mesa y se marchó del salón sin haberse terminado la cena. Yvain se incorporó
para ir tras ella, pero Daeron la cogió del brazo y volvió a caer sentada sobre
el banquillo de madera. Nadie sabía con certeza el motivo de la ausencia de su
madre, ni el porqué de la mala reacción de Garmon. Fue entonces cuando Bastian
se sintió culpable por haber conducido la charla hasta tal extremo.
Por su culpa, pensó, el silencio había
marcado el resto de la cena.
Minutos después, cuando ya habían
terminado de cenar y recogían los restos, sin previo aviso Melianda reapareció
entre los suyos con lágrimas en los ojos y con algo entre las manos. Se acercó
hasta donde se encontraba su hijo Daeron y, tendiéndole la mano, le ofreció un
pergamino sellado.
—¿Qué significa todo esto? —gruñó
Garmon sin entender.
—Puede que Bastian tenga razón
—concluyó ella—; la verdad, no había pensado en esa posibilidad.
—¿De qué demonios estás hablando?
—¿Esto es para mí? —preguntó Daeron
sorprendido y a la vez asustado.
Bastian observaba con recelo a su
hermano, ¿qué era aquello que le había entregado su madre? Yvain y él lo
miraban atónitos.
—Este mediodía han venido tres
centinelas y un mensajero del Rey —se apresuró a decir Melianda— y me han
pedido que le hiciera entrega de esto a Daeron, hijo de Garmon.
—¿Y a qué esperabas para decírmelo?
—Garmon parecía enfadado y a la vez confundido—. ¡Tenías que habérmelo
confiado! —gritó mientras abandonaba la mesa, y comenzó a moverse de un lado a
otro de la pequeña estancia.
A la mente de Bastian venían las
imágenes de los cuatro jinetes que recordaba haber visto esa misma mañana desde
el peñasco. No era una visita rutinaria, era una orden con destino premeditado.
Daeron desgarró el sello real y
desenrolló el pergamino.
Los cuatro permanecieron erguidos y
atentos contemplando sus gestos mientras éste leía la carta. Sus padres se
acercaron a él. Melianda, con su pañuelo empapado en lágrimas y no pudiendo
reprimirse más, se abrazó a Garmon, que parecía tambalearse. Cuando Daeron hubo terminado, miró a los
presentes y, sin apenas moverse ni parpadear, dijo:
—Partiré en siete días.