Prólogo
Una
Visita Real
El
sol empezaba a ocultarse tras las montañas Mervión
cuando la sombra de su cabalgadura desapareció sobre la pared rocosa de
aquella empinada cuesta que daba acceso al solitario castillo de Targo. Su
blanco unicornio galopaba sin descanso, casi exhausto, hasta por fin alcanzar
la cima. Era un animal joven y casi de los pocos que ya existían en Siolfor. Ella le tenía un gran cariño,
como a todos los animales que habitaban en su tierra. Viajaba sola y la noche
estaba a punto de caer, pero no le importaba, pues las estrellas del firmamento
la acompañaban.
Una vez en lo alto de la planicie, un
pequeño puente colgante de madera les dio la bienvenida, seguido de una gran
puerta tallada en la misma roca. Era un castillo gris y lúgubre, de aspecto
abandonado y descuidado. La fortificación de Targo era el único resquicio
humano de pasado que quedaba en aquella isla. Ahora apenas parecía habitado,
aunque sí lo estaba.
Tras personarse ante la puerta, a los
pocos segundos, una sutil servidora, con ropas andrajosas, lo corroboró
saliendo a su encuentro. La ayudó a desmontar de su fulgurante unicornio
haciéndole una ridícula reverencia y la invitó a pasar sonriente como si
hubiera estado esperando aquella visita desde hacía mucho tiempo. A
continuación, la condujo a través de un estrecho pasadizo y la hizo esperar,
mientras ella asomaba su cabeza a través de dos largas cortinas de terciopelo
azul.
—Tienes visita, Leyna, alguien ha venido
a verte —le dijo la servidora a su ama.
—¿De quién se trata? —dijo con tono
despectivo y sin volverse—. Hazle pasar —dijo al instante, sin dar tiempo a la
servidora a responder siquiera a la pregunta anterior.
Leyna estaba ocupada jugando con su hijo
de apenas tres años en una larga mesa rectangular, en la cual había depositados
dos candelabros en ambos extremos. Las velas se apagaron al instante cuando la
servidora corrió las cortinas y dejó pasar a la imponente mujer que se presentó
por respeto más que por darse a conocer.
—Mi nombre es Yanin, y soy…
—Sé quién eres. Ahórrate el discurso
—dijo, y se volvió para contemplarla en todo su esplendor.
—¿Sabes por qué he venido a verte
entonces?
Yanin era una elfa hermosa. Su
cuerpo irradiaba una perfecta luminiscencia y divinidad. Su voz sonaba
encantadora y sutil. Su larga melena plateada y su indumentaria realzaban su
estatura y compostura.
—Mira, Pua —dijo Leyna a su hijo con
dulzura—, la Reina de Siolfor ha venido a vernos, ¿no es una grata sorpresa? Anda,
salúdala como se merece.
El niño de tez clara y cabellos dorados
largos hasta los hombros la miró con sus ojos violetas, penetrantes como
estacas. Luego sin articular palabra bajó la mirada hacia la mesa y siguió
jugando con unas pequeñas cuerdas, dardos, y lancetas entre otros bártulos, todo
ello juguetes inapropiados para un niño de aquella edad. Pero con el que más
parecía entretenerse era con una pequeña corona de oro que yacía sobre la mesa,
un poco lejos de su alcance y a la cual intentaba llegar sin éxito.
Yanin
lo miró con repulsa y pronto se dio cuenta de que había aprendido muy rápido las
retorcidas cortesías de su madre. Leyna, por su parte, pareció contener una
leve sonrisa.
—¿Acaso crees que no sé por qué estás
aquí? ¡Estás aquí por él! —dijo Leyna levantando un poco el tono de su voz.
—Sí, he venido por él, pero también para
hablar contigo. Esto no puede continuar así y lo sabes.
Yanin se acercó un poco más hasta la
mesa y entonces notó su presencia.
Había alguien más en la sala, y pronto
su sombra pasó a ser una silueta completamente visible para sus ojos. Una
figura esbelta y maligna se apoyaba sobre la baranda de piedra en el plantel
superior. Los miraba expectantes. A su lado, había un pequeño portón por el
cual descendían unas escaleras de piedra hasta la misma sala donde se
encontraban. Esto no gustó nada a Yanin, pues no esperaba encontrarse con él.
Lo creía muerto, o al menos eso era lo que había llegado a sus oídos. Todos sus
sentidos parecieron ponerse alerta. Leyna notó como la energía fluía en el
ambiente y la magia envolvía la estancia. Maegar sonrió y empezó a bajar las
escaleras lentamente hasta situarse al lado del joven Pua. Yanin lo miró con
recelo. Sabía de sus fechorías en el Reino de Averyn y no le agradaba en
absoluto que habitara ahora en su nuevo Reino. No presagiaba nada bueno.
—¿Cómo habrá llegado hasta aquí? —pensó
para sus adentros.
Tras apartar la vista del mago, volvió a
mirar a Leyna.
—Por el bien de Siolfor, te lo ruego, no
debes enseñarle a usar… —dijo mirando de soslayo a Maegar.
—Esta tierra no significa nada para mí.
Sabes que estoy aquí solamente para ocultarme hasta estar preparada.
—No trates de engañarme. Estás aquí por
eso, pero también para buscar los dientes de dragón —continuó Yanin. Leyna
pareció hacer oídos sordos a esta última afirmación. Sabía que se refería a los
Siloets.
—Un bastardo ocupa el trono que debería
haber sido de Hildebrand —dijo su nombre casi con lágrimas en los ojos—, y más
tarde el de Pua, mi hijo.
—Ya sabes lo que pienso de ello, Leyna.
Pero Edain también es mi hijo.
—Sólo piensas en el futuro. Eres
egoísta. Claro que… mejor, pues el pasado puede ser más doloroso. Mira el pobre
Ariol…
—¡Cállate! —gritó
Yanin, que parecía haber perdido la paciencia.
—Tú
has sido la causante de todo. ¿No lo recuerdas? Tú provocaste el nacimiento de
ese engendro al que llaman hijo de bestias. También tienes parte de culpa.
Yanin pareció bajar el
rostro, quizás arrepentida de algunos actos del pasado.
—Quizás
deberías aceptar que algún día, mi hijo Pua será Rey de nuevo, ya sea en Averyn
o en Siolfor… —la amenazó.
—Eso no lo aceptaré nunca.
En
ese momento el niño que ahora jugaba con los dardos, lanzó uno hacia Yanin con
una precisión innata, no resultante únicamente del acopio de fuerza.
—¡Ahplaack!
—pronunció tan rápido como pudo la elfa.
El dardo se detuvo a escasos milímetros
de su corazón y cayó al suelo. Yanin jadeó con alivio y le envió una mirada
desaprobatoria a Pua. El niño rió a carcajadas. Al instante, Leyna regañó al
pequeño por su grosera conducta.
—Eso no se hace, Pua. Perdónale, Yanin —le
pidió discuplas—, sólo quiere llamar la atención —se excusó.
Yanin tragó saliva al recordar la hazaña.
De haber estado distraída el ataque podría haber sido mortal.
Poco a poco, la Reina se iba dando cuenta
de que en aquella conversación no iba a haber entendimiento alguno entre las
partes. El odio y el rencor aún estaban muy presentes y sería muy difícil de
sanar aquellas heridas.
—¿Qué ocurre con la magia? Ya has visto
lo peligroso que puede llegar a ser —volvió a intentarlo.
—No vas a decirme lo que puedo o no
hacer con mi hijo. Yo le doy la educación que quiero. Además, cuando consiga
encontrar los Siloets ya nada podrá
pararnos.
Esta vez no trató de ocultarlo.
—Ni siquiera tú. Es sólo cuestión de
tiempo— volvió a amenazarla.
—Provocarás una guerra.
—Una más que añadir a la reciente historia.
—Pobre de ti. Mírate. No sabes lo que
haces. Pasaran años antes que Pua pueda reclamar El Trono. No lo conseguirás. No mientras yo reine en Siolfor.
—Eso ya lo veremos —dijo Maegar
colocando sus manos sobre los hombros de Leyna, mostrándole de esta forma su
apoyo incondicional.
Entonces Yanin, no soportando más aquel
discurso, se dio la vuelta dando por concluida su visita.
Cuando Yanin montó de nuevo en su
celestial unicornio y salió cabalgando a toda prisa, aun oyó algunas carcajadas
provenientes del interior del castillo de Targo. La visita había sido un
fracaso. Ahora, solo tenían una opción posible: prepararse. Y todo ello a
sabiendas de que la Rosa Roja había florecido en el Lar Nuevo.